Hay circunstancias donde la vida te sienta y te pone una hoja de coevaluación delante. Ella te admite que no es perfecta y que te ha hecho tropezar más de lo necesario y tú, sin salir del asombro, la perdonas porque no te queda más remedio. Sin embargo, evaluarse a sí mismo es más complicado y sabes que cada mañana todo lo que gira a tu alrededor va a cambiar.
Mirándome fijamente al espejo recuerdo todo lo que he tenido y disolví entre mis manos, también me acuerdo de mi niñez y de esas amistades que se vestían de la inocencia más infantil propia de la edad; además de cada amor que ha podido marcar un antes y un después. Y luego están esas personas que, irremediablemente, se hospedan en ti, primeramente como una herida letal y, posteriormente, como una enseñanza; y es mirándome al espejo cuando recuerdo aquellos abrazos, promesas, cumplidos, desagrados, rechazos, esperanzas y oportunidades que te has dado con cada parte de tu pasado. No duele, tal vez escueza, pero es parte de esa vida que te está evaluando resistir la adversidad para encontrar la alegría rejuvenecida.
Hoy me hubiera gustado que estuvieras aquí, a mi lado, abrazándome y prometiéndonos juntar cada parte del dolor que nos martirizó tanto tiempo, pero supongo que como nunca llegamos a ese encuentro con nosotros mismos y tampoco nos coevaluamos para prosperar, era propio del camino separarnos para ser felices. Ya no duele esa reflexión, solo me trasmite paz y buenos deseos con los trozos del alma que nunca admitieron su rendición y que nunca dieron por perdido algo que nunca se encontró entre las sábanas, solo en una comprensión no propia de aquel entonces, sino del ahora y del destino que formo cada día junto a mis golpes emocionales y mis esperanzas, propias de las cicatrices que te dejan los fallos que un día podrás evitar.
Beatriz Morales Fernández