viernes, 27 de mayo de 2016

Siempre fuiste la excepción. 

El frío de la incertidumbre se apagaba en la hoguera de nuestros cuerpos; las llamas ardían y dejaban un humo transpirable para que, masoquistas, perpetuáramos en aquel segundo. Tú, la piedra certera y previsible con la que tropezaba, siempre me pedías algo que jamás te pude ofrecer: la ilusión. Y tal vez ese fue nuestro peor error, el saber que tras saciar las ganas venía la guerra que dejaba todo lleno de trozos rotos. Aún así, rutinariamente, siempre me sujetabas contra ti y me susurrabas que el amor todo lo puede, que todo pasará; y mientras tú preparabas tu siguiente paso, yo te clavaba un puñal lleno de besos, lleno de amor. Pero siempre volvía a por otra paliza más, a por otro saco de boxeo donde explayar mis dudas y pesadillas. Moría y buscaba más, derramaba todo mi dolor en tu inconsciencia y lloraba sin lágrimas sobre tu insomnio. 
Así te amé hasta que un día, cuando me desangraba de quejas, te vi con distintos ojos. Hasta que, sudados tras rompernos el alma y el cuerpo, te miré y vi a un hombre que teme dejar ir algo que no le hace feliz pero que le hace sentir que no está solo; y a una mujer que persigue más el sueño de algo idílicamente masoquista que lo que realmente siente.
La excepción.

Siempre lo fuiste hasta que dejaste de ser algo para convertirte en un recuerdo que nocivamente sana.

Mi excepción...aquella ya ignorada entre otros quehaceres denominados posibilidades de vivir.  

Beatriz Morales Fernández

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